viernes, 25 de junio de 2010

Locura tormentosa

Estábamos empapados de andar bajo la tormenta. El agua caía fría, fuerte y tan densa, que casi no veíamos lo que teníamos delante. Yo me sentía vigorizada, reía y gritaba de alegría con cada rayo y cada relámpago. "¡Eres la loca de las tormentas!", gritaste. Y yo reí todavía más.
Corrimos a casa y nos metimos en la ducha para entrar en calor. Tú abriste la ventana para que pudiera ver la tormenta mientras nos duchábamos.
- "Nunca había visto una tormenta mientras me duchaba, ¿y tú?"
- No - contesté- Ver la tormenta mientras te duchas con la loca de las tormentas. ¿Lo recordarás siempre?
Me miraste a los ojos y me besaste. "Siempre".
En aquel momento sentí algo tan especial que supe que, por mucho que pasara el tiempo, yo también lo recordaría siempre.

Miedo

Miedo. Todos tenemos miedo. Yo, tengo miedo.
Y cuanto más miedo se tiene a una cosa, más nos anticipamos a ella. Cuanto más tememos que algo ocurra, más nos preparamos para cuando lo haga.
El miedo, al contrario que el resto de las emociones no puede combatirse con evitación, no puedes ignorarlo. Si cupiera esa posibilidad, estaría faltando a su propósito esencial: mantenernos vivos.
Imaginad un mundo sin miedo en el que andáramos entre los peligros sin el menor asomo de temor. Nos habríamos extinguido. Es por eso que el miedo está integrado en lo más básico de nuestro cerebro. Aprendemos desde pequeños a qué tener miedo gracias a los adultos y es, quizá, la lección más importante de nuestra vida.
El miedo no es como el pánico o el terror, no nos paraliza ni hace que entremos en shock. El miedo nos activa, hace que fluya la adrenalina, que estemos alerta y preparados para huir o luchar...
A nadie le gusta sentirlo, ni admitir que lo tiene pero es tan necesario como el oxígeno. Yo doy gracias cada día por tener miedo, porque si no hace tiempo que estaría perdida.

martes, 15 de junio de 2010

Hagan sus apuestas

Si examináis vuestra vida, estoy segura de que os daréis cuenta de que habéis estado jugando. Todo el tiempo, habéis estado apostando, ganando y perdiendo, desde vuestra más tierna infancia. Apostamos contra el azar, contra el destino, contra nuestros amigos y familiares y, sobre todo, apostamos contra nosotros mismos.
De pequeños, apostábamos: "apuesto a que si hoy no hago los deberes, mañana el profe no me pillará". Y, desde ese tierno comienzo en nuestra ludópata existencia, seguimos hacia delante haciendo apuestas cada vez más arriesgadas: "apuesto a que si hoy llego tarde, el jefe no lo notará" o "apuesto que con estudiarme la mitad del temario, aprobaré" o "apuesto a que si perdono a esta amiga, jamás volverá a traicionarme"... Y suma y sigue, cada día.
Algunas veces son pequeñas apuestas, inocentes, en las que no nos jugamos nada excepto la certeza de que hemos acertado o ganado, que es como jugar al mus con amarracos.
Otras, son apuestas equivalentes a una partida de póker, en la que las pérdidas serán grandes y dolorosas, pero no fatales.
Sin embargo, cuando es tu corazón, tu juventud, tu cordura, tu futuro... Cuando lo que apuestas es tan importante que podrías perderlo todo, estás jugando a la ruleta rusa y solo puedes apretar el gatillo y esperar a que, por una vez, pierda la casa.